Granfondo Stelvio Santini 2023: hasta la lluvia se ve más hermosa cuando luce el sol
Esta es la crónica de un húmedo paseo que guio al protagonista de nuestra historia en busca de esos detalles que transforman un día aciago en otro digno de recordar, con la resignación de que, ante lo inevitable de la naturaleza, nada, ni siquiera el Granfondo Stelvio Santini, puede cambiar los acontecimientos.
Nos hallamos sentados en unos endebles bancos de madera de esos tan típicos de los pueblos. Somos unas cuantas decenas de ciclistas mojados como pollitos, todos sentados alrededor de grandes tuberías que parecen tentáculos que emergen de un enorme pulpo y soplan aire caliente sobre unos seres humanos buscando desesperadamente una señal de vida. Si no fuera por las sonrisas de los protagonistas, parecería un encuentro algo dantesco. Los que no han podido encontrar sitio se agachan junto a la salida de aire caliente en un intento de captar algo de calor para secarse su calzado, pues todos cada uno de nosotros se encuentra empapado hasta el alma.
¡Y pensar que ayer por la tarde, justo antes de entrar en el Pentágono para recoger el dorsal, parecía que el cielo quería transmitir cierta confianza sobre las condiciones meteorológicas para las próximas 24 horas! Apenas era una especie de deseo tranquilizador pensando en las vicisitudes del día de la carrera; claro que no aspirábamos a un calor caribeño, pero tampoco esperábamos una tormenta tropical. Para la siguiente jornada (es decir, para esta mañana), el Bormio y toda la Alta Valtellina revelaron su faz montañosa, donde las nubes dominan por encima de los deseos. Desde el principio, los cirrocúmulos se mostraban dispuestos a descargar agua sobre la tierra de Tellina que acoge a los ciclistas, sabedores del triste destino que les espera. «¿Tienes chubasquero?» pregunta mi vecino de parrilla a un compañero desconocido que pedalea por delante, quien se da la vuelta, sonríe y responde: «No, pero tengo paraguas». No soporto el sentido del humor a las 6 de la mañana.
Como de la nada aparece un apuesto chico de treinta años con el maillot oficial del Granfondo Stelvio Santini 2023 en sus manos, bien abierto e inclinado hacia fuera a favor de la ráfaga de aire caliente como un torero sujetando la muleta para desafiar a la bestia oponente en la arena. ¡Y pensar que ni siquiera es la hora de la faena! A lo lejos, una chica entra en una especie de almacén que a 2700 en Stelvio parece un palacio, y se abre paso entre la multitud en busca de unos pocos centímetros cuadrados frente a una salida de aire caliente. Al reconocerla, sus amigos se ponen a gritar como ansiosos estudiantes de Cambridge. Son ingleses, se aprecia en dos detalles: ese preciso acento que ostentan como si fueran los dueños únicos del idioma universal y el hecho de que pocos de ellos llevan chubasquero consigo. No son pocos los que pedalearon este día de lluvia torrencial únicamente con la camiseta oficial de granfondo; los más precavidos llevaban chaleco.
La salida del Granfondo Stelvio Santini es un auténtico juego de prudencia. Los primeros kilómetros son cuesta abajo y la regla número uno para gente como yo es mantener una distancia de seguridad con los compañeros. Estar en grupo no es para todos, y menos cuando llevas menos de una hora levantado. Tras 15 minutos de pedaleo, aparecen las primeras gotas en las gafas y en poco rato se vuelven cada vez más intensas. Veo al que bromeaba sobre el chubasquero al principio parado al borde de la carretera, vistiéndose trabajosamente. Paola, con quien haré todo el recorrido, sugiere una parada en boxes para imitarle: «Mejor ponerse la chaqueta ahora que estamos completamente secos que cuando ya estemos mojados». Sabiduría femenina. Reanudamos el pedaleo y empiezo a sentir de nuevo gotas en la cara. En menos que canta un gallo cruzan por los pies ríos de agua que encuentran su hueco en los espacios vacíos entre las plantillas.
Dejo mis zapatillas en pole position frente a la salida de aire y voy descalzo hacia la mesa de refrigerios donde me comunico mediante gestos con un tipo de gran envergadura para pedirle que me eche una mano a abrir una bolsa blanca con mis repuestos, bloqueada por un nudo que en buena hora se me ocurrió hacer de lo más apretado. Al sentir mis dedos helados, cierta pérdida de sensibilidad e incluso debilidad física me veo obligado a pedir ayuda al grandullón, que enseguida comprende la situación, me muestra sus dedos rechonchos y nodulares como una rama de olmo y me responde: «Aquí necesitamos una mujer…» y ¡tachán!, ahí está una hermosa treintañera que deposita una jarra de té caliente sobre la mesa y se ocupa del nudo de mi bolsa. De mi mandíbula congelada (siempre me pasa cuando tengo frío...) emito un susurro que pretendía ser un «gracias»: el fortachón me mira, compadecido, sonríe y grita en voz alta: «Alguien quiere té caliente...».
Me hubiera gustado tomar un té caliente en lo alto del muro de Huy, esa maldita colina de Sondalo, puesta allí por la organización más por despecho que por competitividad. Es una pendiente al 16 % o tal vez más, quién sabe, en cuya parte superior gira a la izquierda donde la terraza del bar Cardoni acomoda a los primeros clientes para el aperitivo dominical. No son ni las 8 de la mañana y ya se ven prismáticos. Dos curvas suaves, un par de curvas cerradas y saludo a los Alpinos al lado de la carretera: «¡Hola, qué tal!». Saludo a todos los Alpinos, porque la idea de que una persona madrugue el domingo por la mañana para supervisar la ruta donde puedo mojarme lujosamente de pies a cabeza se merece todo mi aprecio. «Hola, Alpino…qué tal». Saludo a las tropas alpinas y desde la mitad del camino volvemos a Bormio.
Cuando me cruzo con Paola, que se había ido a cambiar a la zona reservada para mujeres, un cuadrado rojo, me siento como si estuviera viviendo una escena de una retirada Rusa. Ella camina repartiendo sonrisas envuelta en una manta de lana que seguramente habrá conseguido gracias a algunas de esas sonrisas. Sus dedos de los pies están tan fríos que se tornan azules. Aprovecho y pongo sus zapatillas frente a la salida de aire caliente donde, mientras tanto, el matador se ha desnudado y cambiado la ropa frente al toro con una simple camiseta. Lo que me lleva a pensar en cuando le toque secar el culotte.
La transición a Bormio tras 40 kilómetros es lenta y reflexiva, pero está repleta de sorpresas: el pavimento bajo nuestras ruedas está seco, señal de que no ha llovido, y esto podría ser un buen augurio. Podría, en condicional. En esos momentos, nos espera el primer avituallamiento. Abandono la bici en un murete y me dirijo hacia una bandeja con bocadillos de bresaola que bañaré con una espléndida Coca Cola añeja. Relleno la cantimplora, porque aunque no haga calor, el sudor no cesa, y los calambres están preparados para ponerme los nervios de punta. «Come», decía ayer la nutricionista Elena. «Come y bebe», y yo sigo los consejos de los que saben del tema: dos tartaletas, albaricoques, un bocadillo de jamón y luego el queso cortado en tacos. También hay fresas y plátanos. ¿Te apetece más bresaola?
En la manguera de aire, junto a mí, hay dos tipos del Tirol del Sur que se dirigen a mí en italiano. Uno tiene unas piernas tan blancas y delgadas como dos palitos de pan; el otro, sin embargo, exhibe dos muslos que parecen dos panes de Altamura. Por la tarde, Mario (deus ex machina de la organización) me comenta que en la bajada del Mortirolo también se han colocado los aerotermos, solo para demostrar el nivel de atención. Mientras tanto, la compañía se amplía con un veinteañero que deja sitio en el banquillo de la fiesta de la unidad a un familiar, o quizá amigo íntimo. El chico no para de hablar, tan emocionado por su primer Stelvio que no puede esperar para publicar en Instagram en cuanto encuentra un cargador (el frío ha acabado con su batería), mientras el tío abuelo (sí, en mi opinión es un pariente lejano…) lo observa con una risita bloqueada por una parestesia facial. El sobrino nieto no deja de hablar mientras va a la mesa a coger un té caliente para llevar a su familiar, con quien cruzo la mirada: «¡Ah! divina juventud…» es todo lo que alcanza a decirme.
El Stelvio es terriblemente largo: unos veinte kilómetros de soledad si lo haces acompañado de tus pensamientos, que pueden convertirse en 20 000 metros de parloteo si lo haces acompañado. Una subida que parece convertirse en un confesionario, con un camino de penitencia donde cada palabra se dosifica serenamente; una a una, ponderadas en función del aliento disponible. Las conversaciones se tornan de lo más variadas, desde cómo crecen los niños hasta que la tiroides está bajo control, los retos del trabajo... o el agua que entra en las zapatillas. Ahora estamos envueltos en las nubes que veíamos antes de lejos, cuando éramos jóvenes y guapos en Bormio. Paola y yo tenemos como meta llegar al segundo y último avituallamiento a 7 kilómetros de la meta. Lo contemplamos a lo lejos como si se tratara de un espejismo: hay un asentamiento con un brasero del que sale humo y calienta a los voluntarios, pero sobre todo a los que visten únicamente la camiseta oficial, algunos de ellos con chaleco. Además del té, también hay vino caliente, que para algunos es una alternativa más que válida. «Quien quiera ver el arcoíris, debe aprender a amar la lluvia», escribió Paulo Coelho, y ansiamos creerle con toda la confianza del mundo, porque es lo que se necesita hoy.
Una chica rubia sentada en el suelo se atusa el cabello, golpeándolo con sus cinco dedos extendidos frente a la salida de aire caliente, como si de un secador de pelo de hotel se tratara. Ahora, el tinglado es una concentración de humanidad de diversa índole, una torre de Babel ciclista donde se escuchan decenas de idiomas diferentes, porque en esta edición del Granfondo Stelvio Santini, los extranjeros superan a los italianos en número. Mientras tanto, nos ha llegado la noticia de que la organización ha bloqueado el acceso de los competidores en la ruta larga de Stelvio, dejándolos en Bormio, en un decisión que resulta acertada y oportuna, pues las condiciones meteorológicas se siguen recrudeciendo. Y mientras, pienso en los que sin saberlo tuvieron que rendirse al rey Stelvio, saco de la bolsa mi traje de esquí de montaña totalmente impermeable y me subo a la bici para la bajada más húmeda y fría de mi joven carrera de ciclista, a los 60 años.
Cuando al fin veo el cartel de Bormio, me digo a mí mismo que no debo olvidarme de enviar un correo electrónico de agradecimiento a cualquier persona de la organización que haya pensado en las salidas de aire caliente.