IT'S GREAT TO SUCK AT SOMETHING
En los últimos 15 años, correr se ha convertido en una especie de obsesión para mí. Corro cuatro veces a la semana y, en invierno, el número de entrenamientos de carrera es claramente superior a los entrenamientos de bicicleta. La razón es que...
En los últimos 15 años, correr se ha convertido en una especie de obsesión para mí. Corro cuatro veces a la semana y, en invierno, el número de entrenamientos de carrera es claramente superior a los entrenamientos de bicicleta. La razón es que, además del ciclismo y del esquí de travesía, que es el deporte que yo practicaba originalmente, me gusta el triatlón. Es más, me chifla. Las carreras del circuito IRONMAN se han convertido en mi principal pasión deportiva. Ya son los únicos acontecimientos deportivos de competición en los que participo. Me entreno periódicamente en carreras de larga distancia, hago entrenamientos cortos y rápidos, marcha, repeticiones, intervalos, trabajos técnicos en pista para mejorar la eficiencia del apoyo en el suelo. Me he gastado cientos de euros en zapatillas de correr con entresuela de carbono de todo tipo, dimensiones y formas, con el objetivo de mejorar mi velocidad de carrera. Aunque no las uso nunca porque me da vergüenza ponérmelas, me compré incluso las zapatillas con las que Eliud Kipchoge bajó de las dos horas en una maratón.
Pero no hay forma. Corro de pena.
Soy un runner verdaderamente lamentable, desde siempre. Soy lo que se suele llamar un «aficionado», alguien que corre lento y mal, con poca gracia y menos estilo. Sin embargo, soy un buen ciclista, muy bueno. En las carreras de triatlón en las que participo me sucede bastante a menudo: en la disciplina ciclista suelo registrar el mejor tiempo de mi categoría. Nado bien, pedaleo muy bien sin forzar y cuando afronto el tramo final de la carrera suelo volver a coincidir con los mejores deportistas de mi grupo de edad de la carrera. Y ahí comienza el drama. Cuando corro, me adelantan al doble de velocidad todos los demás corredores: hombres y mujeres, delgados o con sobrepeso, más jóvenes o mayores que yo. Es un auténtico calvario.
Pero yo no me rindo.
El triatlón llegó por casualidad a mi vida en 1980. Un día, mi padre volvió a casa después de un entrenamiento de carrera y bici que había durado todo el día. Había leído en el Corriere della Sera la noticia de que en las islas Hawái se había disputado una locura de carrera: 3,8 km de natación, 180 km de ciclismo y una maratón final de 42 km. Él quiso probar el triatlón a su manera, en un entrenamiento en solitario, reduciendo las distancias a ojo «para hacerme una idea de la dificultad» –así se justificaba ante mi madre, furiosa, y ante mí, que entonces tenía 13 años y era su compañero de aventuras deportivas favorito–. Mi padre pasó en cama con fiebre los dos días siguientes a aquel entrenamiento monstruoso. Aquella ocasión, aparte de cuando sufrió su enfermedad terminal, fue la única vez que lo vi quedarse en casa y no ir a trabajar.
Mi aventura personal con el triatlón de larga distancia comenzó en 1993, hace casi treinta años. Un cáncer se había llevado repentinamente a mi padre hacía cuatro años. Antes de aquel momento yo no había corrido nunca en serio en mi vida; solo había esquiado, escalado, nadado y pedaleado mucho Por la carretera de Embrun, donde se desarrolla cada año el Embrunman –una de las competiciones de larga distancia IRONMAN más duras del planeta, con 5500 metros de desnivel positivo, incluida la subida al Col d’Izoard– vi un cartel que anunciaba la carrera. Fui a verla en persona, por curiosidad, porque quería entender qué tipo de deportistas desquiciados –del estilo de mi padre– podían participar. Al año siguiente, cuando tenía 25, ahí estaba yo, preparado para el pistoletazo de salida.
Acabé la carrera sin problemas y después, con gran entusiasmo, me apunté a otras y luego a otras más, y hoy puedo decir que he completado unas cuarenta carreras en la distancia más larga, por lo que me he ganado la clasificación para ir al Campeonato Mundial de Ironman en Kona de 2023. Nada especialmente heroico, ya que no me clasifiqué en el campo ganando en la categoría de mi grupo de edad. Lo que me otorgaron es una especie de premio a la carrera obtenido gracias al Programa IRONMAN Legacy, la posibilidad que ofrecen los organizadores a los deportistas más obstinados y pacientes, después de un cierto número de carreras, de participar al menos una vez en su vida en la última carrera del circuito, la de Hawái, donde empezó todo.
Rocé la clasificación varias veces, incluso una vez se me escapó por solo 14 segundos con respecto al competidor de mi categoría que iba por delante de mí, y fue una decepción enorme. Cuando llamaron a los deportistas para la asignación de los puestos, yo estaba de pie en medio de la sala, con la boca seca y un enorme nudo en la garganta. Era el primero de los deportistas excluidos. Sin embargo, a pesar de los altibajos, nunca he dejado de creer y de intentarlo, y he ido a carreras de distancia IRONMAN por todo el mundo. Ha sido divertido, una experiencia para toda la vida, un estímulo para perseverar y mejorar que nunca se ha convertido en una obsesión.
Puede parecer una tontería decirlo, pero en general, estoy contento de no haber conseguido –hasta ahora– clasificarme para la final ganando en mi categoría de edad. Es probable que, si lo hubiera logrado fácilmente, habría pasado rápidamente a otra cosa. Sin embargo, aquí sigo, entusiasmado y motivado.